TERROR EN GUADARRAMA

sanatorio-guadarramaSiempre he sido miedosa, o como decía mi madre, «meducas»… De niña no me atrevía a recorrer los cinco metros que separaban mi habitación del salón. Recuerdo con pavor que hacer ese pequeño trayecto suponía un trago amargo para mi, pero todo se convertía en una auténtica pesadilla cuando en medio de esos diez segundos de recorrido mi padre me llamaba alzando la voz…: – ¡¡Pepilla!! y yo… -¡ Por Dios Papá!¡No vuelvas a hacer eso!… Con los años se fue disipando ese miedo alimentado por mi incesante imaginación.

Ahora, treintañera y, por lo tanto, adulta, creía haber vencido esos te

mores a lo desconocido y en cierto modo los he superado porque me atrevo con prácticamente todo. Mi búsqueda es siempre de reportajes complicados, turbios, difíciles pero muy atractivos de grabar. Lugares extraños, ocultos, peligrosos…pero siempre un peligro real, un peligro de carne y hueso, un peligro calibrable. Me considero valiente. De todas formas lo que yo llamo valentía mi madre lo llama imprudencia porque según ella, no calibro el peligro…ciertamente es así. No valoro donde me he metido hasta que el lobo está a punto de cerrar la boca…

Pero el domingo me encontré con una sensación nueva. Un miedo que no conocía. Algo que no fui capaz de gestionar y me mantiene inquieta desde hace ya dos días. 

Se me ocurrió visitar con un amigo algo tan poco común como los sanatorios abandonados de tubercolosos y manicomios de la sierra de Guadarrama. Por eso de hacer un plan nuevo, diferente y excitante. No, no es excitante, tampoco es algo que recomiende por mucho que a mi amigo le apasionen estos sitios (probablemente no le guste este articulo) y dan un miedo verdaderamente ensordecedor.

A principios de Siglo una de las enfermedades que arrasó España fue precisamente la tuberculosis, dolencia pulmonar, contagiosa y con un índice de mortalidad certero hasta bien entrado el siglo XX. Para acoger a la gran cantidad de enfermos aquejados por esta lacra, el Estado creo varios monstruos de dimensiones desproporcionadas en lo alto de las montañas de la sierra. Aire puro, altitud y aislamiento social.

Con la llegada del desarrollo médico en plena Segunda Guerra Mundial aparece la estreptomicina, primer antibiótico que logra frenar la expansión de la terrible enfermedad. Poco a poco los sanatorios se fueron quedando sin pacientes. Sanatorios que durante décadas fueron testigos de miles de muertes y padecimientos. Paredes que poco a poco se fueron cayendo, sometidas al abandono del paso del tiempo, la naturaleza se fue abriendo paso entre los escombros hasta recubrir lo que hacia años eran los pasillos de las duchas donde los enfermos se lavaban en procesión. Todos ellos poco a poco se fueron convirtiendo en sanatorios fantasma.

Quizás ese aspecto abandonado y destruido, quizás las connotaciones psicológicas que gritan en tu cabeza la palabra tuberculosis, quizás la oscuridad que envuelve al término sanatorio, quizás el pavor que se desprende de un lugar donde los dementes imprimieron sus quejidos, quizás la creencia de que las almas de los muertos se han quedado atrapadas en la inmensidad de esos edificios lúgubres y oscuros….no sé que puede ser, pero la combinación de todos estos ingredientes resulta ser letal para una persona con predisposición a la fantasía o a la sugestión.

No tengo claro como describir lo que sentí, ni siquiera lo que siento ahora cuando recuerdo con estremecimiento la sensación que recorrió mi cuerpo durante aquellas visitas. Fui capaz de detenerme en cada una de las señales de alarma que emitían mis sentidos. Oía mi corazón con la velocidad pausada del segundero de un reloj en medio de una habitación vacía. Lo llegué a sentir como quien escucha los pasos descalzos del piso de arriba en el centro de una madrugada calmada. Pude detenerme en contemplar como la sangre se concentraba en mi cabeza llenando mis ojos de lagrimas que no anunciaban tristeza, sino inseguridad.

Percibía el frío recorriendo la parte mas externa de mi piel pese a las capas de abrigo que llevaba. Sentía como miles de ojos se clavaban en mi mientras recorría con estupor los entresijos de ese lugar donde de repente me pregunte… Pepa, ¿qué haces aquí?… Me sentí tan indefensa como cuando con cinco años veía como mi pasillo de pocos metros se convertía en un camino infinito o como cuando, consecuencia de mi sonambulismo infantil, me desperté completamente sola en una de esas noches naranjas, en medio del salón y mi padre, desde el otro lado del pasillo, gritó… – ¡Pepilla, que haces!! con ese tono de susto que solo mi padre sabe poner. Ese quizás haya sido el momento más terrorífico que recuerde en mi vida. Esa sensación es la que reviví.

Sentí que a esos lugares no se debe ir, que guardan entre sus piedras brisas de tristeza que son capaces de traspasarte. Respiras soledad, inquietud, frialdad. El ambiente tenebroso sobresalta tu corazón y lo pone al límite. Lugares que quizás debieran quedarse mudos, sordos, vacios, inertes y transparentes para los curiosos.

Si tuviera que repetir la experiencia no podría. Me ha paralizado. Creo sinceramente que una parte de mi inocencia se ha quedado atrapada para siempre en aquel lugar.